miércoles, 22 de setiembre de 2010

SIGNOS: Con los ojos abiertos


La presentación del Grupo Literario Signos empezó un poco más de las 8 de la noche en el auditorio del GLORIA PLAZA HOTEL de Chiclayo el pasado sábado 18 de septiembre. Así como el poeta limeño-sullanense Ricardo Musse, pude asistir a este relanzamiento que fue cargado entre los nervios de quienes conformamos el grupo, era la primera vez que nos juntábamos y a pesar de que en carne y hueso los poetas Erika Madrid (México), Hazzel Yen (Argentina) y Ronald Pérez (Jaén) no pudieron asistir, aún así ellos pudieron ser palpados a través de la lectura de su arte.

Los integrantes presentes: César Boyd, José Abad, Ronald Calle, Anita Ramos, Wilfredo Gonzales, Gisella Limo, Harold Castillo, Mario Morquencho y Ricardo Musse manifestaron su arte a través de su voz que fue la voz de un ciclón que peinó la noche chiclayana de literatura latinoamericana...

César Boyd (Ferreñafe, 1981)

Gnoseología

Al amanecer yo despierto
por el sol atravesado en la rendija
dispuesta

¿qué hace el sol atravesado
si las cortinas cubren pánicos?

La filosofía no me explica nada
La ciencia calla como nadie

el sol también despierta a los
indiferentes
y sólo eso le deben

ellos prefieren aceptar los
movimientos
a estar perennes en el dolor de
despertar

creen que el conocimiento les explica
más que los ojos:
las únicas fuentes de desprecio
verdadero.

Erika Madrid (Buenos Aires- Argentina, 1977)

Después del filo

Se me cierra la boca
y un algo que me enseñaron
a llamar angustia, por momentos
me atrapa, por detrás ata mis brazos
y me suspende sobre mi única piedra
hasta agotarse ella y agotarme yo.


¡A veces qué poco soy, Dios
Y cuánto placer me da!
En los órganos y en el sexo
esa revolución de fuego me
emociona.


Miro el reloj y luego me induzco
erguida a creer ser omnipotente
y en ese estado aún no descubrir
para qué me sirven los ojos y la boca
para qué me dieron los brazo y las
tripas en el estómago, para qué el
sexo
ni para qué después del filo viene la
sangre
que inevitablemente se expande.


José Abad (Jaén, 1979)

A Alejandra

Cuando este mundo me precipite a la locura,
cuando los demonios hayan consumido mis entrañas
completamente, cuando este sol tan pequeñito que poseo, se apague;
me sobrevivirás para vengarme de tanto infortunio
que ha sido vivir.

Ronald Calle (San Ignacio, 1984)

XVII

Gran mal es el estar consciente.
La mejor justicia es la locura
y el infierno, la más grande existencia.
Pretendo estar al borde de la locura
con esta infelicidad favorable
que los otros no alcanzan.

Hazzel Yen ( Durango- México, 1987)

II

Entre las marañas de este siglo
el silencio es espada:
nadie recuerda las músicas
para despertar furtivos monstruos.


Ellos sabían el punto
Donde las telarañas se hacen arpas
y los cristales ríen
la sílaba precisa para despertar
dragones de las gargantas:


conocían la habitación donde fue velada
desde tiempos donde se inventó la carne
y su ansiedad transmutó en péndulos.

Mario Morquencho (Piura, 1982)

ST

Ve... pobre muchacho carajo
después de ganar tan bien en esa petrolera
ahora anda así:
fregao
después de andar tan bien vestido
siempre acompañado de alguna muchacha bonita
ahora ve cómo anda
sin zapatos
todo sucio y flacuchento como perro zarrapastroso
atormentado de hecatombes y delirios
como la braveza del mar anda de aquí p’allá
pidiendo monedas o robando en las esquinas
anda con las rodillas el pobre muchacho
que a veces no le queda otra que refregar
su desgastado pecho por las calles del pueblo
dejando su sarna su sangre sus pulgas
perdiéndose en un charco de toxinas
y ladridos que le tuercen los nervios
pobre muchacho
el humo lo tiene así
ya ves hijo mío así estás tú
la poesía es una maldita droga
es la fulana que se te pega como garrapata al cuerpo
y te chupa la verga la billetera y luego el alma
pero tú quieres andar en tu propia porción de libertad amurallada
todo taciturno como una palmera jorobada
que mira el suelo y se pierde en su sombra
hijo ten cuidado en no torcerte mucho y caer
Ay muchacho
pobre muchacho carajo

Ricardo Musse (Lima, 1971)

XV

Como un desesperado pájaro de la lluvia
Migras con celestes plumajes
                                                para que los latidos
humedezcan mi melancolía
                                                y me recuerden que la existencia
se deposita –finalmente- dentro de la luz peregrina del universo.

Anita Ramos (Chiclayo, 1993)

Razones

Sospechan de mis poemas
revelan la razón
de mi viudez.

Me incomodan sus miradas.

Mis escritos son manoseados
y las manos dejan caer
lágrimas.

Yo sólo escribía
porque él andaba descalzo
y el agua escurría en su rostro.

Digo que por ahí debió morir

Él olía a Cristo sufrido.

Sé que todos
han matado a alguien
en su mente.

Yo en mis escritos.

Ronal Pérez (Jaén, 1981)

XX

¡Ah, si pudiera elegir más allá de ti!
Sobre el cielo que versas, sobre la luna que habitas.
Yo sería una interrogante entonces,
una humillación futura, una escarpada arrogante.
Yo sería la nada de un dios inexistente, el camino de las heridas;
Una nimia luz en el horizonte, buscándote.

Wilfredo Gonzales (Chiclayo, 1989)

II


Quizá la noche pueda resumir tus dedos;
o tal vez el sexo entender los colores del mediodía.
Podrá decir menos un silencio
o delinear un rubor en tu lengua,
perpetrada en la inocencia de los cabellos
o la repartición inexacta de los guiños…
Podrá el criterio encerrar en las mañanas
el aroma al café nocturno o la savia heredada de tu altura;
intentando nuevos recuerdos,
tan futuros como el descrito en el índigo placer mancebo.
Podrá saberse olor primario de sin dulzuras
el mar. El mar versado de los caimanes
rojos. De temeraria anclada, rojo.
¡Mar rojo! ¡Rojo mar!
Como las hojas del infiltrado aburguesado,
de rojo, de mar, de agua.
Podrá ocultarse al negro aroma de los besos
cuando le ciña la inmensa noche, nocturna y pasajera
o perenne y altamente esquiva.
Y podrá ser,
nuevamente rojo,
juicio sexuado o seso lujurioso,
mar de mediodía o un color que se redacta
                              [a decir menos que un silencio],
un silencio pasmado en la libertad de la afluencia,
en la elección de una tregua,
en la decisión de un barítono carcelario.
Donde la perfecta conjunción de los cuerpos
se resume en un rubor ausente,
ausente de mar, ausente de rojo
ausente, escuetamente, de sexo.
Gisella Limo (Chiclayo, 1984)

(01)

Una hoja seca.
Un delirio grande en la raíz de tus
dedos
y un donante que termina de gritar
en mis venas.
Ayer giré despacio
y tomé formas de años.
Hoy te entiendo como antes.
¡Mírame!
Respira sin terminar mis letras azules
detenidamente
tras el túnel escrito
sin más
¡Mírame!
Y daré
otra hoja seca, al final del miedo
en la hora vacía,
tras las venas de la luz
igual que el alba de siglos.
¡Otoño conmigo!
Bajo los pies de alguien.

Harold Castillo (Chiclayo, 1980)

Cuento


Eterna

Lo vio desplazarse pausadamente hacia el guardarropa. Lo vio rebuscar y extraer algo de una pequeña gaveta. Notó una expresión triste en su rostro y un ligero temblor de manos al momento de depositar aquel objeto, envuelto en la mantilla compacta, color púrpura, sobre el lecho matrimonial.
Se le notaba que había estado llorando. Percibió todo ese dolor que habitaba en su corazón y toda la angustia poblando su espíritu. Las horas previas habían sido terribles. Cuando le dieron la fatal noticia sólo supo que quería morir. Ella no pudo consolarlo entonces. Él se hallaba deshecho.
«Cómo quisiera poder decirte algo valioso en estos momentos, algo que te ayudase a mitigar tu pena», le había dicho. Pero él sólo escuchaba el rumor de la noche acoplándose a su soledad, el frío quejido del viento al batir los postigos de las ventanas oscuras. La voz ya distante y perdida de la dicha; ahora ausente por completo, disuelta en los rumores de aquel tránsito nocivo.
«¿Por qué?… ¿Por qué?… No lo comprendo», había dicho entre lágrimas.
Ahora también, entre lágrimas, descontroladas y libres, desenvolvía el objeto arropado por el tejido de color púrpura. Se sentó aun en la cama para mayor comodidad. Entonces ella le preguntó: «¿Qué guardas allí?». Él no le contestó.
Hacía tan solo dos horas que los amigos y allegados se habían retirado a petición suya.
«Déjenme solo por favor, quiero estar solo para poder llorar a mi esposa», les había implorado. Nada más ella se quedó acompañándolo, pues comprendía a la perfección que la soledad no era la mejor consejera ante un dolor tan grande.
«Me quedo… No puedo retirarme dejándote así, en este estado», le había dicho.
Desde entonces permanecían los dos solos en la habitación, únicamente en compañía del cadáver que reposaba en el lecho. Ambos hablaban en realidad muy poco; sólo cuando él manifestaba alguna incomodidad, ella trataba de responderle utilizando las palabras más adecuadas posibles.
La mayor parte del tiempo permanecieron juntos, contemplando el bello rostro de la difunta; sintiendo una muy leve pero real emanación lejana y fría, desde la muerte. El dolor totalizado. El color de las horas clavadas sobre las mejillas.
«¿Qué guardas allí?», volvió a preguntar ella. Pero entonces la respuesta se manifestó a través de un temible sonido peculiar, como el de un revólver que está siendo cargado.
«¡No puede ser! ―gritó, sobresaltada―, ¡qué piensas hacer!».
«Nada importa ―dijo él―. Ya nada importa».
«¡No, de ninguna manera! ―le increpó, una y otra vez, doblegada por el pánico― ¡No lo hagas, no lo hagas!».
Él la ignoró por completo. Se incorporó luego con una determinación irrevocable; una determinación simplificada por la fatalidad.
Besando por última vez a su esposa, estaba dispuesto a quitarse la vida. Se separó incluso unos metros para no mancillarla con la detonación.
En el instante cabal, cercano a la muerte, sus ojos acogieron la impotencia y la ira concentradas en el flujo coagulado de sus dedos. Segundos después, se contuvo.
Ella, su gran amiga, con un convincente criterio, había cogido, de la mesa, la fotografía del matrimonio junto a las dos niñas. Ahora se lo mostraba tan enfadada, restregándoselo en la cara; como queriendo hacerle notar que si existía alguna cosa que esa noche tendría que morir, era sólo su egoísmo.
Él se quedó observando el retrato tan avergonzado, tan triste. Arrojando después el arma hacia un costado se desmoronó en el suelo, desatado en un llanto incontenible.
«Por favor no llores, no quería mortificarte; sólo quiero que te des cuenta de la responsabilidad que ahora tienes con las niñas», dijo ella.
«Por favor, perdóname… perdóname. Sé que fui un estúpido al tratar de hacer esto ―dijo él, afianzando la mirada en el cadáver de su esposa―. Las nenas me necesitan… más que nunca».
«Ponte de pie, ve con ellas; explícales que mamá estará siempre a su lado, que siempre las amará más que a nadie, que nunca las olvidará», dijo ella.
Él sólo atinó a observar por la ventana aquella luna inmensa iluminando el paisaje. Su color nacarado le recordaba mucho al de su esposa, a su semblante cotidiano.
«Tengo que irme ―dijo ella―, pero recuerda que estaré siempre que me necesites».
De pronto, su oscura cabellera se agitó con el viento y la luz de la luna invadió de golpe su rostro, confundiéndose con su pálida expresión. Sólo entonces se pudieron distinguir los humedecidos ojos vivaces ―los humedecidos ojos perfectos―; los cálidos ojos proyectados desde alguna sustancia imperecedera.
Él no podía siquiera suponer que la tenía tan cerca, llorando; que había sido ella precisamente la que le salvó la vida hacía apenas unos minutos. Que lo venía incluso acompañado desde la hora misma de su propio deceso.
No intuía que su esposa, de pie junto a la ventana, lo venía consolando. Acompañando.
No lo pensó dos veces. Hablando de las niñas, en voz alta, se sobrepuso al dolor, y experimentó ―sin pretenderlo― alguna particularidad equivalente al sosiego. Continuó después murmurando: «Más allá de nosotros… Más allá de la vida», mientras caminaba.
Ella se desvaneció repitiendo, una y otra vez, como dándole valor: «Más allá».

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